De un lado, la reina hierática del postmodernismo
cubano, con su paisaje burgués en el bucolismo criollo; bello sin duda, como un
Sorolla de tierra adentro, que de mar sólo tiene el futuro, al que se dirige
displicente. Del otro lado, una matriarca del postnovismo, con un paisaje
todavía hermoso pero decrépito en esta hermosura; como un grito de bacante
herida por la desgracia del hijo, y que sólo sabe aullar su dolor, prosaico y
no sublime.
El río Almendares tiene así esa naturaleza misteriosa
de todo cuerpo de agua, como un poder que se extiende; y que sosteniendo una
realidad en cada hombro, les da sentido a todas en sí mismo, como su trascendencia.
En verdad, el río que se ve es el que se forma de las lágrimas de estas
mujeres, una en la abulia y la otra en su tragedia; ambas en la melancolía y la
añoranza con que trascienden, pero solo una de ellas inmanente, real en su
consistencia; la otra apenas una sublimación, un espíritu —dudoso como todo
espíritu— del país, su leyenda aurea e irreal.
Sólo lo real trasciende, en esa consistencia suya de
naturaleza en que se realizan los fenómenos, siempre concretos; y por eso, todo
trascendentalismo es un gesto vano, destinado a diluirse en el vacío de su
belleza sublime. Eso sin embargo no alcanza para negar los otros tres cuartos
de la realidad en que se determina su inmanencia; y que parten de esta, como la
consistencia en que es apenas comprensible, en esa distorsión borrosa de lo
histórico.
De los dos ríos que cruzan a la Habana en uno, uno de
ellos es tan solo reflejo del otro, aunque sea le vea primero; el otro es la
densidad y sentido de este, la consistencia de la que no sabe que carece, y por
la que flota sin sentido. Una mujer negra y hermosa es el puente de concreto
que corre cuentas de collar entre sus manos, como este drama; ella puede
explicarlas a estas dos, pero sólo una de ellas puede verla y escuchar sus
palabras, la otra es apenas un velo.