En 1952 Georgina Herrera rompió la barrera de la ilustración cubana, con su pica de poesía femenina y negra; un suceso subrepticio, que sólo mostraría resultados dos años después de su muerte, con la floración de esa poesía. La razón que separa a Georgina del resto de la negritud cubana y su feminidad, sería su carácter popular; en un contraste tan abierto con la tradición nacional, que resulta hasta ofensivo en su transhistórica soledad.
Es con su segundo aniversario, tras su muerte, que aflora
esa generación de mujeres negras y estupenda poesía; en un homenaje que la
confirma en esta singularidad suya, rotos los muros de la ilustración que la
confinaban. No hay que equivocarse, la ilustración cubana tiene magníficos
ejemplares femeninos en la poesía; pero muere —en la insuficiencia de sus rostros
pálidos—, incapaz de imponer la voluntad de realismo que conllevaba.
Aquí tampoco hay que equivocarse, el postmodernismo
femenino tiene ese poder de vindicación poética; pero no es suficiente para
imponerse al daño de la tenue revolución modernista, en la sublimación política
de sus hombres. La rebelión femenina sólo sirvió para mostrar burlesca ese
patetismo de los hombres, pero no para más; hacía falta un paso firme de
revolución existencial —no política— profunda, para superar esos
desvanecimientos.
Hasta ella, la poesía femenina en Cuba carecía de color
en su sentimentalismo, sublimado en la intelectualidad; hasta su poesía
erótica, de la fineza mayor (Loinaz) a la más descarada (Oliver Labra), carecía
de esta ansiedad del amor más que deseo. Incluso la maternidad era el gran
ausente de los tópicos de esta poesía femenina, hasta Georgina Herrera; sólo
ella despliega ese manto de complicados trazos que es la maternidad como
experiencia de realización.
Podrá pasar desapercibido, pero esta condición es la
única forma de trascendencia legítima, existencial y no política; porque es la
única entrega a un prójimo basada en el egoísmo puro, tan natural que no es ni
paradójica en la contradicción. Esta es
precisamente la flora que alimenta el cadáver de Georgina, y que con razón se
llamara Las muchas Georginas; porque son mujeres que —en la profundidad
de sus pieles— arrastran el dolor de sus maternidades, tan felices como
complejas, no ideales.
Esta es la precariedad existencial que substancia a la
poesía cubana, muerta en los ditirambos de su intelectualismo; pero que puede
resucitar así, gracias a este Cristo singular que descendió a romper las
puertas de ese infierno, doradas y candentes. No debe ser por gusto que fue
ella un avatar de la madre del mundo, sobreponiéndose a la soberbia de sus
hijos; queda ahora imponerle las cadenas de Obatalá, en la nueva racionalidad
que suavice sus olas violentas, en esa espuma de sus propias hijas.
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