Es esa unidad la que salva al libro, ordenándolo
alrededor de una intención trascendente; que consigue además con armonía, sin
forzar un discurso, puede que por la naturaleza religiosa de ese objeto. En ese
sentido, estos poemas de González tendrán el mismo valor formal del misticismo
clásico; resuelto en esa forma ya garantizada de la décima, que aquí junta
además términos cultistas con gracejo popular.
Como en el caso de Cairo, al libro lo perjudica su pésimo
diseño de portada; pero sus ilustraciones interiores son más armónicas, puede
que por responder a esa unidad temática del libro. Sin dudas, cumple la doble
intención de dar a conocer —en la ingenuidad divulgativa del proyecto— al otro
autor; en este caso de Rudolfo Antonio Rensoli más feliz, no sólo por su mayor
calidad, sino también por esa relación directa con el tema del libro. Eso es
especialmente importante aquí, porque efectivamente ilustra ese misticismo en
que se recrea el poeta; de modo que entrambos consiguen como una suerte de
tercer objeto, en un libro que fluye a través de sus ilustraciones.
No es que la poesía devocional no sea reflexiva, sino que
esa no es su prioridad objetiva; resolviéndose en un simbolismo profuso pero no
existencial, y en ello más o menos efectivo. Al margen de eso, el libro es
disfrutable como todo buen decimario que se respete; y además, tienta un objeto
todavía extraño en su preciosismo, como es la mística de los hijos del
leopardo. El resultado no puede ser sino para agradecer, como aire fresco que
renueva a la literatura cubana desde su marginalidad; pues no hay que olvidarlo,
este es el dramatismo que hace especialmente precioso al arte negro, no el
negrismo sino la negritud.
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