El pecado más grande de los negros
cubanos es el de la traición constante a sí mismos, que es terrible; es como
el Ser que se niega a sí, en el proceso de blanqueamiento más
bestial, porque es ontológico. No se
trata del uso de polvos de arroz en el rostro, sino de ese vicio que perdió al
hombre blanco en su sensación de triunfo; y que aspiramos a reproducir,
siguiendo los pasos apresurados de su tradición, negándonos a la pureza en que
podríamos salvarlos a ellos incluso.
Nosotros podemos negar en nuestra
excepcionalidad esos valores falsos, que los perdieron a ellos con la vanidad;
es sólo un ejemplo, pero alcanza a explicar la serie de concesiones con que
accedemos al sitio que nos tienen predestinados. Así exhibimos orgullosos nuestros
vestidos africanos, no importa si hechos en China, porque el problema es sólo
de identidad; no nos damos cuenta o no queremos darnos cuenta, de que asociada
a la forma, la identidad es también un atributo superficial, y en ello
reductivo.
Los negros cubanos son un caso especial de
cubanos, por su mayor precariedad, que los hace ser especialmente cuidadosos;
pero en vez de repercutir en una comprensión más acuciosa de sus propios
problemas sólo los hace más ambiguos y resbaladizos ante los mismos. Tienen
razón, el trauma de 1912 fue claro y definitivo en sus enseñanzas, pero con el
riesgo rehúyen también el destino; por eso se limitan a protestar su
depauperación, pero no la causa de que no puedan corregir ese problema en su
raíz.
Así mirado, son un caso más patético que
el de los negros norteamericanos que tratan de emular, porque son menos
sinceros; se distinguen en esa prostitución profunda, que los lleva a
identificar sus causas con los fondos de las universidades que los pueden
becar. Unos y otros buscan sus respuestas en el blanqueamiento que ofrecen los mercados,
con sus diversos productos para afectar el color de la piel con el del éxito;
pero unos son más auténticos que otros en esta búsqueda, porque lo
hacen con recursos propios.
La depauperación es una fatalidad con que
la raza inicia su periplo occidental, y esta es la estructura que enfrenta; pero
ganará el que aporte la substancia, reclamando su espacio desde la misma, no con
la retórica. Es por eso que los negros norteamericanos llevan ventaja, porque
los cubanos sólo se le han puesto a la zaga; puede que por su mayor precariedad
política, pero desechando en ello su propia posibilidad existencial.
En definitiva, esa poca ventaja de los
norteamericanos se pierde por el mismo efecto de la retórica; cuando subordinan
su causa a las promesas de un liberalismo tan ladino que sabe ocultar su propio
albor entre los esplendores del sol. Unos y otros sólo conseguirán ser
auténticos, en la medida en que deriven un discurso propio, no sujeto a la misma
hermenéutica que los sujetó; y que no nació con Occidente, sino con su
esplendor más tardío en la modernidad, con los discursos que redujeron toda
posibilidad a lo ideológico.
Por eso, unos y otros están igualmente
descarriados, pero unos más que otros, por seguir a estos otros en ese
despeñadero; y de entre ellos, peor aún los negros del exilio cubano, que
pudiendo mediar entre todos, prefieren tampoco hacerlo. Está claro que
tras tanta ineficiencia sólo medra la mediocridad postmoderna, que negándose al
pensamiento sobre la trascendencia de la realidad se fija en el éxito personal;
esa nimiedad con que la decadencia moderna esconde su propio fracaso, insistiendo
en remedios de vicaria para la catarata creciente con que se anuncia el nuevo
esplendor humano.
Así, con la bota sobre sus propios negros,
Cuba azuza a los de Norteamérica contra el gobierno norteamericano; y los
cubanos se dejan usar para el juego, en vez de revelar las cartas —es sólo un
juego de naipes—, diciendo a sus hermanos que sólo están cambiando de hacienda,
no huyendo del sistema que los humilla. A su vez, los negros cubanos del exilio,
pudiendo mediar entre todos, se invisibilizan con las mismas premuras que los
de su país; sólo que sin necesidad, pues por algo viven en el exilio, aunque
todavía marcados para la reticencia —como con hierro candente— en la
obnubilación por el éxito.
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