Sunday, January 17, 2016

De la corrección política

Por Ignacio T. Granados Herrera

La noticia no es nueva, pero el debate que suscita es complejo, su recurrencia también refleja un mal de fondo; se trata del intento por corregir problemas estructurales de la cultura, como la violencia con que se relacionan sus diversos estamentos. En concreto, la noticia se refiere a la decisión de un museo de Ámsterdam de cambiar los nombres de las obras que no se atuvieran a un lenguaje políticamente correcto; mucho antes, en los Estados Unidos, un esfuerzo por eliminar la palabra nigguer de un clásico de la literatura juvenil provocó un gran escándalo. Nada de eso ocurre en el vacío, forma parte de una cultura que se realiza atravesando innúmeras contradicciones en su propio ajuste para conseguir una estructura más o menos equilibrada; lo que quiere decir que si las distorsiones ocurren por excesos inevitables a la praxis histórica su corrección no será menos excesiva, provocando los mismos desequilibrios, aunque en sentido inverso.

Esto no debe llamar a engaño, la injusticia es intolerable una vez que se es consciente  de ella y debe ser corregida; pero también debe tenerse en cuenta que en dicha corrección también se cometerán excesos, que deberán ser corregidos a su vez, siquiera por el mismo principio de justicia. Primero valdría la pena aclarar un par de puntos respecto a la justicia, que es un valor relativo en sus connotaciones legales; pero cuya naturaleza legal proviene de una consistencia propia, como parámetro formal referido al equilibrio con que se relacionan funcionalmente los elementos estructurales de la cultura. De ahí que la justicia no sea un principio abstracto y sujeto a la mejor o peor interpretación que se le dé según un contexto; sino que a pesar de este carácter subjetivo tendría también un valor propio, aunque este sea convencional e intuido más que claro y distinguible. El error al respecto provendría del marco epistemológico idealista en que se resolvió la ética occidental, como un conjunto de derechos más o menos inalienables; obviar esta complejidad con el reduccionismo de una práctica populista de la cultura, daría lugar a las perversiones interpretativas del problema.

La raíz entonces estaría en el concepto de derecho, que es inconsistente, pues el derecho ha de ser emanado de una base convencional; que en ello mismo será inconsistente, prestándose a esa relativización excesiva por el entorno cultural en cada caso concreto. En cambio, una visión realista no se atiene a un concepto de derecho que es siempre cuestionable, sino a la constitución misma de la realidad; que lo mismo en cuanto humana (cultura) que en cuanto tal, depende de unas condiciones dadas que la determinarían como su resolución. En ese sentido, la violencia cultural es comprensible hasta como principio, en tanto la fuerza centrípeta que organiza a la estructura; dada la funcionalidad con que se relacionan sus distintos elementos, dada a su vez por el sent6ido económico de la estructura misma.

De ahí que a medida que la estructura se desarrolla tienda a distender esta relación de sus distintos elementos, que pasarían a relacionarse por la convención del derecho; pero este como emanado de la estructura misma en su convencionalidad, y comprensible como la posibilidad de los individuos para realizarse en ella. De ese modo, los problemas originados en la violencia de principio con que se organizó la estructura no serían redimible; pero se partiría de que habrían sido inevitables, como el proceso lógico por el que atravesó dicha estructura en su desarrollo. Después de todo, y como ejemplo, sólo la conciencia sobre la injusticia permite su corrección, pero sin que eso logre eliminarla de inicio; ya que es esta existencia suya la que supone esta conciencia sobre la misma, que lo que sí se revertiría sobre ella, condicionándola hasta su desaparición eventual.

En ese contexto, convenciones como la de discriminación positiva y del lenguaje políticamente correcto serían efectivas; pero sólo relativamente, como un esfuerzo que poco a poco influenciaría esas relaciones funcionales en que se organiza la estructura como un fenómeno político. Otra cosa muy distinta es pretender una reivindicación total, que es imposible porque tendría que revertirse como una corrección sobre el origen mismo del problema; que habiendo ocurrido en el pasado, no sólo es permanente como memoria del conjunto mismo de la estructura, sino incluso como determinación formal de su presente. Esto último no se refiere sólo a la mayor o menor injusticia de las relaciones actuales sino también a la conciencia de la misma, y por ende a su corrección; que en cualquier caso ocurrirá sobre las relaciones actuales y no las pasadas, ya que es físicamente imposible —hasta ahora— esa reversión del tiempo. Igual, el problema ético que suscita no deja de ser complejo, y aludiría no sólo a la fuente misma de la injusticia, cualquiera que esta sea; apela también a la madurez, tanto política como histórica, de sus víctimas tradicionales y su anhelo de reivindicación.

Como principio podría aplicársele una máxima de la psicología, que reza que a una edad madura ya no existirían conflictos de infancia sino de madurez; es decir, que una vez maduro, el ser humano ha de ser suficiente y resolver de modo suficiente sus propios problemas, no importa si se originaron en su infancia. En ese sentido, estaría bien que la estructura social ayude al esfuerzo de integración, con esas convenciones legales; que desde la discriminación positiva al lenguaje políticamente correcto tratan de disminuir la desventaja relativa de las víctimas tradicionales de la violencia estructural. No obstante, ese pasado es parte del perfil dramático de esas víctimas, que siempre son individuos concretos; y que en ello deberán actuar con madurez y suficiencia, superando por sí mismos la dificultad tradicionalmente impuesta por el medio.

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No se trata de negar los esfuerzos de reivindicación, sino que estos no pueden afectar al pasado sino sólo al presente; desde el que se proyectarán sobre el futuro, según el desarrollo lineal del tiempo como dimensión histórica de la realidad; pero que por lo mismo no tiene manera de revertirse sobre el pasado, como una redeterminación de la forma en que se organizó la estructura en sus inicios. Los esfuerzos en este sentido por su parte, sólo reflejarían la inmadurez de dichos estamentos como de sus individuos concretos; ya que parte de una irracionalidad como la de pretender cambiar el pasado, no sólo como si fuera posible, sino como si también tuviera alguna utilidad. Después de todo, y en el caso de los negros —por ejemplo—, dicha irracionalidad sólo indicaría una vergüenza sobre su pasado original; que es en lo que reflejaría inmadurez; y al menos en principio el mismo ejemplo sería aplicable a todas las minorías, que son además relativas pues sólo lo son respecto al ejercicio efectivo del poder. 

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