A Roberto Zurbano, y
Sandra Abd'Allah Alvarez Ramírez
Georgina Herrera —mi madre—
escribió un poema llamado Primera vez
ante el espejo, en el que relataba su reacción ante una máscara africana;
una reacción cuyo valor estaba en el alcance existencial y el significado
ontológico de la persona que se reconoce a sí misma, y cuya estética radica en
el dramatismo de dicha experiencia. Con el tiempo, ese poema formó parte junto
con otros de un libro, integrado por todos aquellos poemas que se quedaron al
margen de otros libros; es decir, los poemas que no entraban en el canon
poético de su atora, y que coincidían en el mismo tópico, y cuyo valor estético
radicaba entonces en ese dramatismo existencial. Ese libro se llamó Gritos, y yo lo edité artesanalmente en
Miami, como una vindicación que por estética era también existencial; pero esa
edición quedó perdida, como todo drama existencial, ante el oportunismo económico que hasta
le corrompió el nombre, con el más etnográfico de Cimarroneando; un libro que sigue siendo hermoso, porque aunque ya
asumido por la manipulación comercial y el doble discurso de las universidades
norteamericanas, aún recoge y recogerá el más puro existencialismo de un drama.
El tema surge a
propósito de la transliteración del tratamiento del problema racial cubano,
sujeto a sus necesidades de mercadeo por esas mismas universidades
norteamericanas; lo que en principio corrompería la naturaleza misma del
problema, al distorsionar su perspectiva única por una redeterminación ajena al
problema mismo, como lo es la artificiosidad del mercado. Sin embargo, ese es
un problema moral, y por tanto tan artificioso como el mercado mismo al que
reacciona; o peor aún, siendo un problema moral sería hasta más artificial aún
que el mercado, porque este al fin y al cabo es la determinación misma de esa
artificialidad propia de lo humano. Es decir, al fin y al cabo, el problema
moral lo es debido a la naturaleza del mercado, que es artificial; en tanto
tecnología (tekné) en que se resuelve lo humano como una naturaleza, distinto
de la naturaleza propia de lo real en sí, aludiendo a aquella diferenciación
marxista entre las realidades histórica y prehistórica.
De ahí entonces
que en probidad, ese otro problema de la redeterminación del problema inicial según las
necesidades del mercado no sea en verdad una distorsión del mismo; sino que más
bien contribuiría a su definición mejor, en tanto respondería a un problema real
como lo es el del mercado, antes que a la artificiosidad de lo moral. Que el mercado
que así redetermina el problema racial cubano sea el extranjero —de las
universidades norteamericanas— tampoco lo distorsionaría; pues aunque le imponga otra perspectiva, esta
en definitiva no es ajena sino más universal y abierta, refiriéndose a la
naturaleza de fondo del problema; además de que siendo el único mercado real,
desde que no existe un mercado nacional, es la única realidad posible con
referencias propias y consistencia suficiente para una comprensión del problema
mismo.
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Es cierto que
por el camino se pierde la poética del drama existencial, como en últimas
ocurre con todo fenómeno de mercado; no exactamente como una corrupción del
mismo —aunque dicha metáfora es eficiente—, pero sí como su resolución
práctica, en un inmanentismo que desplaza progresivamente al trascendentalismo
de lo moral. Igual, de hecho, está ocurriendo con las artes todas, cuyo valor
sería justo el de la reflexión dramática de lo real, incluidos los dramas interraciales;
que van perdiendo trascendencia, en la misma medida en que pierden el valor
excepcional que las validaba en su singularidad como reflexión existencial, ya
perdida en la banalidad de toda pasarela.
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