No hace mucho alguien calificó el
discurso racial típico de los negros cubanos como victimista, y lo ejemplificaba
con personalidades como Roberto Zurbano y Sandra Abd’Allah-Alvarez Ramírez; la
peculiaridad que haría atendible la crítica en este caso es que provenía de un
negro, que se negaba además a calificarse a sí mismo como afrodescendiente.
Conviene poner las cosas un poco en perspectiva, partiendo de ese concepto
mismo de la afro descendencia, y que parece responder al modelo norteamericano
para resolver el problema de la identidad; pero justo porque la virulencia del
racismo norteamericano no ofreció asidero a la negritud para incorporarse al
acervo cultural del país. La prueba al canto en el folclor mismo, que reconoce
su ascendencia irlandesa y hasta germánica, pero no negra; hasta el punto aún
de que reconociendo el aporte racial al fenómeno de la música, no lo hace en el
sentido directo de la tradición suficiente del Góspel, sino tangencialmente,
como la influencia del Blues sobre el Rock. También esa tradición profunda de
la cocina, que desplaza al soul food, negando a los Estados Unidos toda
tradición propia en ese sentido. Se trata entonces de que cuando los negros
norteamericanos se alzan en la lucha por derechos civiles, de hecho ni siquiera
tienen una identidad propia en la que reconocerse; como el resultado de un
proceso súper eficaz de deculturación, cuando el radicalismo protestante en que
sirvieron como esclavos prohibió incluso el uso de tambores, impidiendo la
formación de toda identidad posible.
De ahí que hasta en la intimidad de
la expresión religiosa, el negro norteamericano no habría podido ni siquiera
enmascarar sus creencias en un proceso de sincretismo como el cubano; debiendo
fusionarse y encontrar alguna expresión propia en el pietismo protestante, que
sin siquiera asumirlos los separaba de toda su expresión natural; dando lugar a
esas fusiones bellísimas y dramáticas con el folclor germano e irlandés, como
el Góspel, padre del Blues, padre del Rock and Roll. Por eso, al enfrentarse al
dilema existencial de la expresión propia en plena lucha por los derechos
civiles, los negros norteamericanos sólo pueden recurrir al África; logrando
así la consistencia que les negaba el entorno blanco occidental con su
virulencia, pero en un proceso muy distinto del de los negros del Caribe
hispano; donde la política cultural era inclusiva y la segregación fue menos
virulenta, no resultando nunca en una aculturación que obligara al individuo a
apelar a su ascendiente africano. Por supuesto, eso crearía otro tipo de trauma
político existencial, como el que se observa a lo largo de la poesía negrista
caribeña; que ni tan casualmente es también hispana, pero que en todo caso permite
el desarrollo del conflicto en la insustancialidad política del objeto
retórico, haciendo del mismo un estilo de vida o un objeto poético, o ambos inclusive.
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Esa sería la forma más bien retórica
de que se acusa a Roberto Zurbano y Sandra Abd’Allah-Alvarez Ramírez; y que en
realidad desconoce tanto la profunda conflictividad del negrismo norteamericano
como la mayor complejidad y sutileza del hispánico; pero que aún así es
legítimo, lo mismo como base (testimonial) para un desarrollo posterior que como
resultado estético suficiente en sí mismo, aún si como una estética del
victimismo; igual que la reducción burlesca en que resultaba el negrismo vernacular
de la poesía antillana, que era paradójica y mayormente mulata y blanca, pero
permitiendo honduras existenciales como las de Guillén, Nicolás el Grande. Al
final, el victimismo afro antillano que accede a reconocerse afrodescendiente sería
una forma tácita de acatamiento, ante la prepotencia del segregacionismo
blanco; en ese mismo modo sutil del caso hispanoamericano, que no es virulento
como el norteamericano y ofrece espacios de transición, aunque sean
condicionados a la subordinación.
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Pero sería entonces también y por
tanto un fenómeno legítimo y suficiente,
que explique la extrema y compleja singularidad de la negritud en ese
Caribe hispano; que también es singular, no sólo como la isla que se repite sino que también se conforma constante, en el
contraste con la otra conflictividad del pietismo norteamericano que trata de
mimetizar el catedrático; cuando vende su rebeldía cómo esos adornos de producción
falsamente artesanal que uno encuentra en las placitas coloniales de cualquier villa, sólo con tal de que no sea profundamente
americana. Como curiosidad en ese mismo sentido, habría sido esa virulencia del
segregacionismo norteamericano la que compulsara un fuerte desarrollo de lo
negro tras esta consistencia identitaria de lo africano; que no se reduciría ni
limitaría al attrezzo de la indumentaria o el peinado —como en Cuba—, ni a la
sobre explotación del cliché de lo sensual o el falso intelectualismo a lo catedrático,
sino redundando en una comunidad suficiente y capaz de generar su propia burguesía;
incluso con destellos espectaculares como la crítica filosófica de Cornel West,
tan distinto en su agudeza de la discusión interminable que agua en retórica
los tópicos de Franz Fanon.
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