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Hay novelas que exigen una lectura trascendente, sobre significados, porque
reflejan una suerte de estructuralidad ontológica del Cosmos; son novelas, por
lo general, un poco herméticas, con hálitos místicos, y sobre todo muy
teóricas. Por eso, esas novelas devienen en abstrusos tratados de estética, y
rara vez su materia es histórica; aunque en algunos casos sí, como En busca del tiempo perdido
o Por los caminos de Swan,
cuya temática es abiertamente filosófica. Pero otras retienen el hermetismo en
que el arte exhibe su naturaleza pseudorreligiosa, y no hacen concesiones
historicistas; tal es el caso de El
juego de abalorios, o el más emblemático aún del dueto Paradiso-Opiano Licario, y
también el de La noche
oscura del niño Avilez y El
palacio del pavorreal.
Lo común, en todos los casos anteriores, es
que se trata de autores muy cultos y casi —si no totalmente— áridos por su
culteranismo; autores de una formación monstruosa, que desborda los cauces
convencionales de la narrativa. El problema, porque sí hay un problema, porque
este tipo de obra es ofensivamente hermética, y hasta intratable para no
iniciados y expresamente interesados; el problema, entonces, sería de la
narrativa contemporánea, que no es ajena al pragmatismo capitalista y el
filo-positivismo de la cultura moderna; resolviéndose incluso por cánones
espantosos, como "la novela decimonónica" y cosas por el estilo; que
ignoran, siempre, los principios mismos de la creación como elemento dado de la
cultura en tanto estructura existencial.
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Adire
y el tiempo roto, de Manuel Granados, pertenece a este tipo de
novela de corte filosófico y ontologista; por más que su búsqueda no sea
estética sino más puramente existencial, logrando lo ontológico por sus
alcances reflexivos, su naturaleza, y no necesariamente en su objeto. No lo
lograría en su objeto, porque no se lo plantea como tal sino que deviene en
ello por su propio peso; y su objeto sí, como en la generalidad de la
literatura contemporánea suya, es lo histórico como histórico, ese dramatismo
distinto del ontológico que guarda la realidad en tanto praxis dada.
En el caso de esta
novela, eso sería bueno, porque no contiene una tesis, incluso si posee un
alcance teleológico; que sería lo que la distinga de los títulos antes
mencionados, que en verdad serían como alocuciones ex-cátedra —acertadas o no—
de sus iluminados autores. Pero sí, la materia dramática de esta novela es tal,
que también desborda los cauces convencionales de la narrativa contemporánea;
en un autor que, por demás, es frágil como sujeto de arte, deslumbrado por las
capacidades de la narrativa como representación, y por una realidad
existencialmente abrumadora. Es, entonces, un caso muy original, porque no
reproduce exactamente los casos de autores arrobados por el éxtasis místico
existencial de sus héroes; pero su personaje sí es un héroe, incluso
existencial, como los protagonistas de los otros títulos mencionados.
Respecto
a esta novela, lo primero que habría que destacar es el misterioso título; que
aludiría a la búsqueda existencial, pues se refiere a una técnica textil
africana (Adire),
traducible como "lavado y atado". Por su parte, "el tiempo
roto" sería una alusión al contexto política y socialmente promisorio de
la gesta revolucionaria cubana; que como una catarsis, se propone también como
una apoteosis para la realización del Ser, al menos en su propio contorno
histórico. Eso anterior, que puede ser discutible en la perspectiva política
posterior, no lo es en ese marco suyo; para lo que bastaría recordar la parábola
de Lezama Lima de la revolución como una "era imaginaria", y hasta
novela homónima en que Vázquez Díaz recrea el devenir del proceso.
También, en
la misma novela de Granados, la conclusión simplista de "¿cómo puede haber
un negro contrarrevolucionario?"; que remite directamente a aquel
cuestionamiento, ofensivo, en que Fidel Castro confrontara a uno de los
prisioneros de Playa Girón, justo por ser negro y contrarrevolucionario. Adire y el tiempo roto
sería, pues, el proceso negativo que compulsa al Ser hacia una apoteosis,
rompiendo su determinación última; que sería el Tiempo, no sólo la categoría
más importante de la metafísica clásica (Aristóteles), sino incluso proveniente
de la estructura básica de la mitología; donde media (Cronos) entre el principio
absoluto (Urano) y su determinación en praxis (Zeus-poder), como hijo de ese
principio con la posibilidad como extensión (Gea).
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Lezama Lima dibuja a su
héroe como una potencia absoluta, Cemí, el protodios, naturaleza elemental de
las deidades indígenas; y éste debe realizarse en Fronesis, a lo largo de una
contradicción (Foción), que es su propia humanidad (Lucía). Pero el margen
socio-cultural de Lezama Lima, y por ende de su parábola, es una burguesía más
o menos acomodada y convencional; lejos de eso, el margen de Granados es
precario hasta lo indecible, incluso cae socialmente en el limbo del lumpen. De
ahí que la construcción de su personaje diste en mucho de ese bucolismo
positivo de Cemí, que es un barro presto a ser moldeado; y por el contrario,
Julián es un tipo que no tiene acceso a ninguna forma de contemplación; y su
proceso, como el del tejido africano (adire) consiste en ser suficientemente
secado y atado (estrujado).
La apoteosis de Julián, figura entonces como la de
Alejandro Magno; debe romper el Tiempo, como Alejandro el nudo, para adueñarse
de la extensión de sus posibilidades, su realidad. A partir de ahí, ese
desarrollo (adire) de Julián, el personaje, ocurre como un impulso al
completamiento, surgido de su propia necesidad; dada en su propia incapacidad
para satisfacer las expectativas que suscita, justo por su propia e
incomprensible trascendencia. Julián siempre es requerido por su condición
objetual y exótica, incluso si marginal o hasta por eso mismo; y él se niega a
esa entrega que lo reduciría, como reducen las convenciones toda trascendencia,
todo impulso vital. Después de todo, Julián es un fenómeno excepcional, que es
por lo que adquiere la condición cosmo-ontológica; es un Ente, el Ser en sí, y
por tanto debe realizarse, lograr alguna plenitud. Para esto, Julián tendría
que asumir su propia humanidad y encarnarla, tan precaria como es; tal y como
la culminación de Cemí, en esa otra especie de Orestiada que es el dueto
lezamiano, consiste en la comprensión y aceptación por Fronesis de la pasión
compulsiva de Foción.
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Con otro lenguaje
—desnudo de referencias culteranas, que Granados no posee por su origen aunque
sí adquiridas en su abigarrada formación—, y una técnica narrativa menos
alambicada pero de algún modo eficaz, Adire...
es el mismo concurso épico de Paradiso-Opiano
Licario. El alter ego de Julián, es incluso tan drástico como
Foción lo es de Fronesis, y como lo sería Fritz Tegularius de Albert Knetch en El juego de abalorios;
Julián, un hombre negro, negado al deseo sexual que suscita, tiene de
partenaire a una mujer blanca, llamada Cira, que como prostituta vive de
complacer incondicionalmente ese mismo deseo. Ambas vidas ocurren
paralelamente, y sólo se encuentran hacia el final, pues es en esa fusión en lo
que consiste la apoteosis; Cira redime a Julián, y tanto como a la inversa, al
amarle por lo que humanamente es, más allá de las represiones de su primera
novia; Elsa, que no puede atreverse a traspasar las rígidas convenciones
—siempre ellas, cual erinnias negadas al devenir euménido— de cualquier mujer
blanca de su época y lugar.
De hecho, siguiendo las referencias y contrastes,
en esta novela Cira sería a Elsa lo que Inaca Eco Licario a Lucía en Paradiso; pero Lucía
carece de ese valor negativo que sí posee Elsa, que aquí fungiría como el
"amarrado" del "adire"; mientras Cira si retendría el valor
taumatúrgico de Inaca, aunque no formalmente sino como significación. También distinto de El
juego de abalorios, la otra parábola de su tipo, la contradicción
de Adire y el tiempo roto
no es intelectual sino práctica; pues no se refiere a esa dialéctica infinita
que es típica en Herman Hesse, dirigiéndose siempre a la culminación
apoteósica. Hay también, en Adire...,
una cierta grosería machista, más allá del personaje de Cira como naturaleza
recurrente (realidad) en que el Ser puede realizarse; se trata de Miguel José,
el amigo de Julián, amago de Foción lezamiano, pero demasiado atrevido como
prospecto para un ente ya marginal como lo es el mismo autor.
Ver |
De hecho, en esta
novela el sexo carece del valor metafísico de la significación, que sí posee en
Paradiso como
eros; sino que es justo el elemento histórico —por su origen y naturaleza
política y social— que compulsa a Julián hacia la plenitud, por el proceso
negativo del "secado y atado" (adire). El sexo es en esta novela el
valor ofensivo del Tiempo, como determinación a la que debe rebelarse el Ente
para realizarse; no por la imposible renuncia, porque la referencia
ideológico-moral no es la ética cristiana (Paradiso),
comprensiblemente abominable para Granados; sino justo por la liberación de su
disfrute, sin la opresión que significa Elsa, en la calma cansada de Cira;
justo como una comprensión de Cibeles, que extiende el sayo ante un destrozado
Zeus que revive.
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