El
reivindicacionismo antropológico sería una característica de las
élites intelectuales postmodernas; que apelando a una racionalización desde
presupuestos morales, elabora sus discursos en este sentido. Eso sería
efectivo, permitiendo la organización de los individuos en grupos de presión;
capaces así de negociar su participación como entes políticos en la estructura
social. No obstante, esta efectividad no cambiaría la experiencia individual
del ente ya enajenado de la sociedad en principio; sino que posibilitaría un
condicionamiento de su misma fuerza política, en base al trauma de su identidad
cultural, que determina sus propias referencias existenciales. No habría que
engañarse con la retórica reivindicacionista, que normalmente enmascara en un
discurso radical la frustración de una falsa integración; por la que el ente
enajenado incorpora y mimetiza comportamientos de la clase o élite que pretende
integrar con erstas concesiones, en un proceso legítimo de negociasión política
dirigido a la sobrevivencia económica. Es entonces una relación violenta entre
los distintos entes políticos, en la que el sometido se ve condicionado en su
avance progresivo; pero sobre todo por su propia debilidad ideológica, derivada
de los problemas de identidad, por los que en definitiva lo que hace es mimetizar
los comportamientos de esa clase o élite a la que se opone... en tanto de
poder.
No
será ajeno a eso el hecho de que todo discurso radical lo que hace en
definitiva es manipular en su beneficio el trauma histórico que lo origina; y
que es ya la manera en que se mimetiza como principio la clase o élite a la que
se opone, con cierta forma de suprematismo ético. Tal es el caso de las
reivindicaciones raciales en la cultura norteamericana, por ejemplo; donde la
crisis es tan profunda y violenta que hace subsistir al fenómeno, como en un
laboratorio para las ciencias sociales; pero cuya perpetuidad estaría dada por
la manipulación retórica del problema, tendiente a estabilizarlo antes que a
solucionarlo. Eso se debería a que, en su suprematismo [incontestable], el
reivindicacionista distorsiona el origen histórico del trauma, que ya aquí es
político; como cuando desconoce el origen y la naturaleza económicos de la
trata de esclavos así como de su solución en el humanismo capitalista, que en
verdad traspasó a los esclavos la responsabilidad por su propia manutención.
No
se trata de la otra perversión que humaniza la economía esclavista, pero sí del
objetivismo que reconoce su inevitabilidad en la evoluciőn económica de la
sociedad; permitiendo incluso la eventual reconciliación del individuo con su
trauma de origen, al reconocer esta naturaleza de suyo cultural; por la que, de
hecho y más grave aún, la trata de africanos —que no fue un caso único de
esclavitud— se originaría como un negocio de piratería costera propio de
africanos, intervenido y recapitalizado por los europeos cuando la demanda
superó a la oferta. El problema ahí, como el de los sindicatos, estaría en que
el discurso radical sostiene el modo de vida de sus militantes; no solo o
necesariamente en términos materiales, sino incluso en el modo más sutil e incisive
de justificación trascendente de la existencia, con un fuerte matiz ético en su
moralismo. Eso sería lo que explique la reproducción a escala de las actitudes
de poder al interior de los grupos marginales; visto que en definitive el poder
es relative, y se refiere siempre al vínculo con la convención general sobre el
comportamiento.
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