El tratamiento
de la cuestión racial requiere algunas aclaraciones para no decaer en el sin
sentido y la descalificación. Primero, todo negro que trate el problema del
racismo ha de ser necesariamente resentido; ese acercamiento suyo al tema se
debe a una experiencia que no por común deja de ser particular y suya. También
parte de una angustia, la de la incomprensión, porque nadie siente lo que él
siente; puede lograr solidaridad, sensibilidad y cosas de esas, pero no una
comprensión profunda de su urgencia. De ahí que, como en el caso del feminismo,
posea la acusación de amargado; por principio y con razón, pues su beligerancia
está basada en una experiencia profunda e inevitablemente amarga. Es un poco
grosero, no meramente insensible, reducir la legitimidad de un discurso a un
aspecto; que además de serle natural, no le resta legitimidad ninguna, e
incluso le da fuerzas para seguir dando batalla. Pero eso es en lo que respecta
a las aclaraciones, y como realidad política bien vale añadir otras contradicciones;
como la del victimismo, por el que una persona aspira a un estado de wellfare
casi que corporativo; sin esforzarse realmente por superar las limitaciones,
que serán muy injustas pero que requieren originalidad y consistencia antes que
reclamos. De ahí que las quejas sobre racismo susciten tanta suspicacia, y más
valdría comprenderlo para tratar de superar el impás; cuestionando, por
ejemplo, la misma actitud de las víctimas respecto a la relatividad del poder.
Preguntado un
prominente intelectual negro si su homofobia no era un simple prejuicio
cultural, respondió que sí lo era y que no le interesaba superarlo. No
respondió a la segunda pregunta, retórica, de qué le hacía pensar que no fuera
ese el caso de los blancos, y por qué podía esperar otra actitud frente a lo
que a todas luces era un mal común. La cuestión, ahí, deriva entonces a la
consistencia del discurso; que será muy legítimo pero también inútil, en tanto
no puede proveer una consistencia y ser convincente con ello. Al final puede
resultar que lo que se reclame no sea la corrección de un problema histórico;
sino sólo detentar el mismo poder que el del supuesto opresor, reproduciendo
entonces su misma arrogancia y prepotencia. En otra ocasión, salió a relucir
cómo la mayoría de los proyectos relacionados con los negros son manejados por
blancos; a la pregunta de “¿pero dónde están los intelectuales negros?” no se
pudo responder con la obviedad de su marginación; porque si bien es cierta esta
marginación, no es menos cierto que no han podido superar personalismos y
concretar por sí mismos uno sólo de esos proyectos suyos. Cualquiera que sea el
motivo, lo cierto es que a estas alturas los negros no hemos logrado
materializar una sola de las miles de ideas que nos afloran constantes;
revelando, más allá del estancamiento político de la sociedad, que es un mal
externo, una falta real de voluntad individual y propia en ese sentido, y eso
es un mal peor porque es interno.
Pero esas
inconsistencias, graves, son sólo el reflejo de la misma debilidad
argumentativa de los discursos; que en aras de una legitimidad aparente y
retórica, distorsionan la naturaleza de los sucesos históricos en que se basan,
como el tan socorrido de la esclavitud. El ejemplo estelar sería ese mismo de
la esclavitud; como si no hubiera sido la maquinaria fatal por la que tuvo que
pasar la economía hasta que las revoluciones científico técnicas permitieron
cierta holgura política. En definitiva, el comercio de negros lo comenzaron los
africanos como parte de su propia industria; y los europeos sólo lo
intervinieron cuando la demanda creció tanto que había que mecanizar la
producción para estabilizar la oferta, desplazando a los pioneros. Ese, por
cierto, es el proceso de desarrollo de los grandes negocios; comenzado por un
pionero que tiene una idea genial, que luego ha de vender a un capitalista
que
trae mejores capitales; y la cosa parece entonces como que dialéctica, al menos
por la seriedad de sus protocolos. En esa crudeza se basaría la reticencia del
sur norteamericano a la abolición, conservador y desconfiado frente al
triunfalismo tecnológico que irradiaba el norte; por más que las discusiones
recurrieran a la moral, y como siempre ocurre entonces, hubiera que ganarlas
por la fuerza, que suele ser la más evidente razón. Hasta los patrones de
belleza desconocen la beligerancia política, y responden a intereses
económicos; se asocian con el ejercicio real del poder por clases étnicamente
reconocibles, y a veces hasta de simple hábito; como en el caso de la palidez
entre los bárbaros europeos, en que los nobles no se exponían al sol, ¡por
simple ocio y snobismo! Así las cosas el asunto es hasta animal de tan amoral,
como cuando las hembras buscan los mejores machos en términos genéticos; es decir,
muy darwinistamente, los que tienen más probabilidades concretas de sobrevivir
y ofrecer refugio y sostén. El problema entonces sigue siendo la economía; la
misma que obligó a las mujeres a salir a trabajar, y antes a imponerse para
lograr el voto; por más que blandieran el expediente moral, igual que los
humanistas ingleses como pioneros de las teorías del capitalismo moderno.
El problema con
esto es la deslegitimación paulatina del discurso, que decae en la
inefectividad aunque mantenga los patrocinios; en vez de desarrollar los
recursos que puedan mejorar la estructura con su originalidad, entonces sí que
efectivamente y también más allá de la música y el folclor. El ejemplo,
contundente de tan lineal, está presente en la misma actualidad política estadounidense;
donde el liberalismo demócrata ha logrado imponer un segundo negro
presidenciable, a costa de retórica y prácticas divisivas que rozan la
ingobernabilidad; mientras el conservadurismo republicano tuvo el primero, un
consensuado Collin Power, tan respetable que tuvo la decencia de renunciar
antes que representar lo irrepresentable. Cuando el primer Busch formó su
gabinete, intelectuales negros cubanos acudieron al sofisma; y con esa arma
letal de los revolucionarios cubanos, se preguntaban retóricamente qué podían
hacer Collin Power y Rice por los negros desde su puesto. Pues bien, quizás
hicieron lo mejor que puede hacerse por alguien; enseñarle a pescar antes que
garantizarle cuotas de pescado, que los corromperían en el clientelismo; mientras
que el tardío hit racial de los demócratas, es como que demasiado blanco, y más
le vale para sobrevivir en medio tan amistoso que abraza como el oso. No hay
duda que Powell y Rice, ese par de monumentos de mármol negro, crecieron en el
ambiente más hostil; eso hace más contundentes sus victorias, y más serias sus
reticencias que la elocuencia intelectual que sustenta a los actuales programas
sociales; que al final siempre fracasan, como fracasa todo intento de
ingeniería social ante la basta realidad, tan poco refinada.
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