Friday, June 7, 2024

De la madre del mundo

En 1952 Georgina Herrera rompió la barrera de la ilustración cubana, con su pica de poesía femenina y negra; un suceso subrepticio, que sólo mostraría resultados dos años después de su muerte, con la floración de esa poesía. La razón que separa a Georgina del resto de la negritud cubana y su feminidad, sería su carácter popular; en un contraste tan abierto con la tradición nacional, que resulta hasta ofensivo en su transhistórica soledad.

Es con su segundo aniversario, tras su muerte, que aflora esa generación de mujeres negras y estupenda poesía; en un homenaje que la confirma en esta singularidad suya, rotos los muros de la ilustración que la confinaban. No hay que equivocarse, la ilustración cubana tiene magníficos ejemplares femeninos en la poesía; pero muere —en la insuficiencia de sus rostros pálidos—, incapaz de imponer la voluntad de realismo que conllevaba.

Aquí tampoco hay que equivocarse, el postmodernismo femenino tiene ese poder de vindicación poética; pero no es suficiente para imponerse al daño de la tenue revolución modernista, en la sublimación política de sus hombres. La rebelión femenina sólo sirvió para mostrar burlesca ese patetismo de los hombres, pero no para más; hacía falta un paso firme de revolución existencial —no política— profunda, para superar esos desvanecimientos.

Eso es lo que aportaba la negritud femenina, más aún que la masculina, en esta radicalidad existencial suya; sólo quedaba por ver quién se rompía el cuello, poniendo esa pica en el Flandes de la tradición literaria en Cuba. Esta facultad de Georgina no se debía a una virtud especial, que la habría diluido en esa banalidad del heroísmo; pero sí a la resiliencia, que le permitió navegar las aguas del institucionalismo cubano sin comprometer su naturaleza.

Hasta ella, la poesía femenina en Cuba carecía de color en su sentimentalismo, sublimado en la intelectualidad; hasta su poesía erótica, de la fineza mayor (Loinaz) a la más descarada (Oliver Labra), carecía de esta ansiedad del amor más que deseo. Incluso la maternidad era el gran ausente de los tópicos de esta poesía femenina, hasta Georgina Herrera; sólo ella despliega ese manto de complicados trazos que es la maternidad como experiencia de realización.

Podrá pasar desapercibido, pero esta condición es la única forma de trascendencia legítima, existencial y no política; porque es la única entrega a un prójimo basada en el egoísmo puro, tan natural que no es ni paradójica en la contradicción.  Esta es precisamente la flora que alimenta el cadáver de Georgina, y que con razón se llamara Las muchas Georginas; porque son mujeres que —en la profundidad de sus pieles— arrastran el dolor de sus maternidades, tan felices como complejas, no ideales.

No importa el atrevimiento, antes de las muchas Georginas nadie había cantado las tristes odas al hijo preso; una propiedad de mujeres negras, que no se puede encontrar de las postmodernas a las novísimas. Ni siquiera las contemporáneas, que sucedieron a las novísimas, fueron tan expuestas a la realidad; cuya crudeza pone las notas del lirismo más alto —de su humanidad— en sus labios, cuarteados de llanto y no jugosos.

Esta es la precariedad existencial que substancia a la poesía cubana, muerta en los ditirambos de su intelectualismo; pero que puede resucitar así, gracias a este Cristo singular que descendió a romper las puertas de ese infierno, doradas y candentes. No debe ser por gusto que fue ella un avatar de la madre del mundo, sobreponiéndose a la soberbia de sus hijos; queda ahora imponerle las cadenas de Obatalá, en la nueva racionalidad que suavice sus olas violentas, en esa espuma de sus propias hijas.


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